La lluvia caía con inclemencia en
la ciudad, no había día que las calles no estuvieran repletas de riachuelos
moviéndose como serpientes desesperadas por encontrar un nuevo hogar.
El cielo era oscuro y tormentoso,
los rayos eran los únicos destellos que iluminaban el cielo y los truenos
erizaban la piel de todo aquel infortunado que los oía.
En las noticias mostraban los
estragos que sufría la población por la tormenta: inundaciones por la falta de
infraestructura, casas hechas pedazos por la poca calidad de sus materiales,
personas ahogadas en ríos formados en las faldas de los cerros.
Sin embargo, la vida continuaba
en la ciudad, la gente iba a trabajar, a la escuela, a intentar seguir su vida
como si eso fuera normal, a pesar de que todos sabían que esa lluvia tenía algo
extraño, no era común, los abuelos no recordaban un aguacero tan duradero e
inclemente y los niños despertaban llorando por el ruido de los truenos en el
cielo.
Cuando empezó a suceder nadie le
puso demasiada atención, empezó como pequeños baches en las calles, de por sí,
pobremente pavimentadas.
Esos baches se volvieron hoyos
peligrosos, amenazando con destruir la suspensión de los autos, las autoridades
pusieron señalamientos, en el mejor de los casos, aunque la mayoría de las
veces solo ponían una llanta como advertencia, pero eso pasaba en calles
secundarias, lugares sin importancia, así que a nadie le importó.
Como plaga esos hoyos se esparcieron
por toda la ciudad, ya no solo afectaba a calles secundarias en colonias
perdidas, pasaba en avenidas y en colonias de gente mejor acomodada, en parques
y monumentos recién construidos. Desde la banqueta las personas se asomaban
para ver las venas que formaban la ciudad: el cableado de luz, el desagüe y
tubos que nunca se imaginaron que existían debajo de sus hogares.
La gente se alarmaba, las
autoridades intentaban sellar los hoyos que daban al desagüe, pero no servía de
nada, al contrario, la tierra humedecida se hundía más y más hacia el vacío de
las entrañas de la Tierra, con paraguas y chalecos impermeables los niños se
asomaban a la orilla del pequeño precipicio que se había hecho afuera de sus
hogares, escupían y aventaban cosas, pero nadie oía en qué momento caía, tal
vez por el sonido de las gotas de lluvia cayendo contra su impermeable o tal
vez porque ese escupitajo y ese objeto que aventaban ya no formaba parte de la gran
ciudad.
La lluvia seguía cayendo y con
ella una parte de la propia ciudad caía hacia ese vacío indeterminado, como si
un hoyo negro se fuera tragando una ciudad que ya no merecía vivir. Muchas
calles se volvieron cráteres en la tierra, la gente empezó a huir. Muchos
cayeron cuando huían de la ciudad, se perdían en el abismo junto con sus
posesiones y parte del pavimento, solo dejando como testimonio de su existencia
un grito que se oía hasta el infinito.
Nadie entendía por qué pasaba,
nadie podía dar explicación; muchos bajaron al vacío intentando buscar la
iluminación, pero pocos fueron los que subieron y llegaron con más preguntas
que respuestas, hablaban de cosas irreales, cosas absurdas. Muchos de ellos
prefirieron guardar silencio para no arruinar su reputación de personas de
ciencia.
La cuidad se seguía cayendo a
pedazos. Los edificios, que una vez gobernaron el horizonte de la ciudad,
colapsaban rendidos ante las gotas de lluvia no importaba si eran nuevos o
viejos, cuando caían se iban al abismo sin dejar rastro.
Para ese punto la mayoría de la
gente se había ido de la lluvia, del abismo, de la ciudad, de las teorías
absurdas y de los relatos sin sentido. Porque qué persona ecuánime creería en
los comentarios de los ancianos sobre el diluvio, el día del juicio y la ira de
Dios; qué persona cuerda creería los rumores que hablaban de animales acuáticos
debajo de una ciudad que se encontraba entre cerros y muy lejos de las costas,
qué persona con algo de sentido común escucharía seriamente las leyendas que
hablan sobre voces extrañas que salían del abismo.
Los únicos que quedaron atrás
fueron los muy necios, las personas que creyeron poder sacar provecho de la
situación y la gente que no tenía a dónde ir. Solo ellos supieron lo que pasó
la última noche cuando se oyó El Gran Estruendo, solo ellos supieron qué paso
cuando la ciudad se volvió una gruta dantesca aun inexplorada; solo ellos
supieron qué paso cuando la lluvia cesó.



